EL PICÓN DE LA INFANCIA
Uno de aquellos días de los duros inviernos
de la Mancha, mi padre
me llevó a hacer picón.
Bajo la luz incierta de aquel amanecer
tenía el campo un brillo distinto, un color nuevo
de frío y aventura.
Recogidos los haces
de leña, a campo abierto
hicimos una hoguera y, fascinado,
vi levantarse el humo
en una alta columna, más alta que la luz
de la mañana. Supe
después que aquellas llamas
eran un misterioso reflejo del poema:
algo estaba creándose al mismo tiempo que algo
también se destruía.
Con unos cubos de agua, baldeándola a mano,
apagamos las brasas
para que el fuego no las consumiese.
Era precisa el agua en el momento exacto
(un momento anterior a la ceniza)
para que la madera conservase
ese oscuro tesoro de su fuego escondido.
Finalmente, con horcas
íbamos removiendo el montón humeante
hasta que se enfriaba.
Pensé que aquel oficio consistía
tan sólo en extraerle
el humo a la madera,
o tal vez en guardar, para después, la lumbre
que había oculta dentro de las ramas.
Muchos años más tarde
pensé que sólo en eso
consistía el oficio del poeta:
en quemar las palabras muy cuidadosamente
hasta que ardiera toda su hojarasca
y su corteza impura;
en dejar que los versos, ya vaciados de humo,
quedasen reducidos a su ascua,
y pudieran así guardar un poco
de lumbre para luego.
Después, ya muchos años
después, algunas veces he pensado
que al escribir poemas
sólo seguía haciendo picón con las palabras:
negro picón
para este duro invierno
de la vida.
Pedro A. González Moreno
De la plaquette "Dodecaedro"
Recitales y contemplación
-
Es triste estar "literalmente" aislado.
Uno no puede ampliar, como quisiera, su "mirada" poética.
Cuando se interactúa (físicamente) en actos "literar...
Hace 13 años
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